Os escribo desde la casa de mi abuela. El fuego rechispa contra el metal, iluminando la estancia con esa tonalidad anaranjada tan característica. Sube, como las cometas en los meses de verano, solo que esta vez es invierno. Concretamente, 24 de diciembre.
Los niños recorren las calles con cierta alegría. En sus caras se nota la emoción. Esta noche vendrá Santa. Sin embargo, las mujeres mayores viven las primeras horas del día de forma completamente distinta. Corren de un lado a otro sin parar. La casa de mi abuela es un gorjeo de halcones que me reclama cada cinco minutos. Y desde bien temprano, todo el mundo huele a canela. Los dulces navideños nos llaman desde la mesa del recibidor. A mi abuela le gusta tenerlos ahí, para ofrecerle a todo el que llegue, da igual que sea el cartero que el hijo del panadero. Ella es así. Y lo siento por las demás abuelas, pero la mía es la mejor.
Me encanta la navidad, es una época familiar, de tradiciones que se rompen para empezar otras, de canciones, de historias junto a la chimenea, de vaho que empaña los cristales, de amor, y también de desamor.
Porque por desgracia, no solo hay historias bonitas en Navidad. Hay niños que lloran no porque no vaya a venir Santa, sino porque no tienen para comer, porque tienen frío y porque no tienen casa. No sé si sabéis que la tasa de pobreza de España es la séptima más alta de Europa. Y mientras hay familias que entran en discusión porque no saben qué mantelería, cubertería o regalos comprar a sus hijos, otros se mueren de hipotermia, preguntándose qué han hecho para merecer eso, detestando haber nacido y deseando que lo peor pase cuanto antes.
Es curioso escuchar lo que dicen que nos parecemos los humanos, porque según ese Dios que dicen que existe, todos estamos cortados por el mismo patrón. No obstante, las condiciones de vida no son las mismas para todos… Además, este año he notado cierta falta de empatía y de humanismo entre todos nosotros. En las ciudades es algo que se ve con mucha facilidad. La gente camina sin mirar a nadie, a excepción de su teléfono móvil. Todos tenemos prisa, no nos fijamos en nada ni en nadie, y vamos a lo nuestro, cuando la realidad es que muchas veces no tenemos claro ni lo que es.
El nivel de superficialidad ha aumentado más que otros años y es impactante observar cómo las realidades pueden ser tan paralelas: hay señoras que caminan con abrigos de más de 5000 €, se cruzan con mendigos por las calles, se miran a los ojos y se esquivan. Son dos realidades completamente diferentes, pero son realidades que existen, son realidades que no queremos ver porque no nos interesa… Pero lo que no sabemos es que la vida es muy caprichosa y que hoy estamos en la cima, pero puede que mañana estemos en el fango. Y nadie tendrá la culpa. No obstante, vivir en un sistema que permita que la gente se muera de hambre o de frío en la calle, dice mucho de lo que somos, o mejor dicho, de lo que no somos como sociedad.
Por otro lado, aunque la pobreza sea uno de los mayores problemas que acecha a este país, no es el único. Durante este 2019 han sido 54 mujeres las asesinadas por sus parejas, 43 niños que se han quedado huérfanos y más de 80.000 denuncias. Y me pregunto yo: ¿hacia dónde vamos a ir a parar? ¿Es que nadie se da cuenta de la gravedad del asunto?
Son cifras alarmantes, dramáticas y que nos dejan en evidencia… ¿Qué nos pasa? ¿Será el agua? Son muertes, estamos hablando de que hay personas – y ya no voy a entrar en si son hombres o no – que se creen que tienen el derecho de decidir sobre la vida de otra persona, a decidir si permiten que viva o no, a juzgar si se merecen un guantazo, si se merecía que la violaran, o si el vestuario era correcto, pasable… o lo que es peor, ético.
¿De verdad hemos luchado tanto, generaciones atrás, para que ahora tengamos que conformarnos con vivir en una sociedad donde la mujer no se siente segura, a normalizar ese “avísame cuando llegues”, a recurrir a hablar por teléfono si vamos solas o a llevar las llaves en forma de pinchos por si nos agreden? ¿Este es nuestro futuro?
Llamadme loca, pero de verdad, no lo entiendo. Al igual que no entiendo que una sociedad esté tan desolada, tan perdida, y tan desorientada como para dejarse engatusar por propaganda dictatorial disfrazada de patriotismo y eslóganes sacados de debajo de la manga. Por favor, no dejad que gane el odio, no dejad que os engañen, no permitáis que la historia tenga una segunda parte.
Quiero terminar el año creyendo en la humanidad, quiero pensar que para este 2020, la sociedad va a despertar, que vamos a despertar como humanos, como compañeros de vida, que vamos a leer la letra pequeña de las mentiras que nos están intentando colar, que vamos a volver a confiar en nosotros y en los nuestros. Que vamos a ayudar al prójimo, pero no porque una religión, corriente política o familiar nos diga que es lo que tenemos que hacer, sino porque realmente nos nazca, nos apetezca y queramos hacerlo.
Porque nuestro corazón sirve para amar, no para el odio, no para aborrecer, no para despreciar, no para matarnos los unos a los otros. Que no gane el odio. Que no gane. Porque recordad: pase lo que pase, el amor siempre nos hará más fuertes. El amor siempre nos dará esa libertad que tanto ansiamos. El amor siempre será esa luz al final del túnel por muy a oscuras que esté la habitación. No lo olvidéis.
Feliz Navidad,
Lauren Izquierdo, redactora jefe de HOY Magazine.