Si pensamos en la copla, posiblemente se nos venga a la cabeza esas canciones que tarareaban nuestras abuelas, las películas en blanco y negro cargadas de florituras vocales, incluso algún que otro nombre frecuente en la prensa del corazón. También se nos viene el imaginario de unos años sombríos para España, de la banda sonora de la opresión de la dictadura, de una música del pasado, mustia y obsoleta cuyo mensaje y valores no encajan en nuestro contexto actual. Si pensamos en la copla, posiblemente pensemos que es cosa de antaño y releguemos al olvido un pedazo de nuestra Historia y nuestro arte que ha sido más que maltratado en los últimos años, un poso cultural de nuestro ADN que no hacemos más que tildarlo de lo que no es, cuando solo acercándonos un poco a ella descubriremos que, pese a su contexto, su mensaje es más potente y esperanzador de lo que creemos, y sus representantes, las caras visibles de una lucha sutil pero eficiente por la libertad.
La copla es un género que precisa dramatización y en el que han destacado y destacan aquellos intérpretes capaces de conducir al espectador por la historia de la canción mientras que hacen alarde de maestría vocal y presencia escénica a través de los modelajes narrativos de la voz. Por eso no se concibe copla sin copleros, y en este caso salvando enormes excepciones como Manolo Caracol o Miguel de Molina, copleras. Estas mujeres fueron la voz de historias que evidenciaba que una vida más allá de la censura era posible, aunque por ello hayan tenido que pagar el precio de ser asociadas a la dictadura que entretenían y consiguieron, en cierto modo, evadir.
Las folclóricas ponían la voz a las mujeres que, en las canciones, proclamaban un estilo de vida poco lícito y pecaminoso lleno de lujuria, engaños, lamentos y algún que otro desquite lleno de sinvergonzonería. Sin embargo, todas esas protagonistas tenían algo con lo que muchas de las mujeres que procuraban ceñirse al estilo de vida marcado soñaban: la libertad de elección de cada uno de sus actos. Así, prostitutas, borrachas o promiscuas, tan mal vistas en el momento, eran, a su vez, la encarnación de una libertad anhelada, y la esperanza de que, en algún momento, esas mujeres recluidas en la soledad de su hogar pudieran aspirar a ello. ‘La Lirio’, ‘La Zarzamora’ o ‘María de la O’; la que “miraba encenderse la noche de mayo” en ‘Ojos verdes’, la que buscaba entre copas de aguardiente el recuerdo del huido marinero en ‘Tatuaje’, hasta la que proclamaba eso de “¡soltera pa toa la vida!” en ‘Compuesta y sin novio’. Todas ellas eran un reflejo de lo prohibido o de lo que no estaba en absoluto bien visto, pero que resulta siempre tan tentador.
Muchos de los tormentos narrados en estas coplas vienen causados por las malas decisiones, pretendiendo también esconder cierto mensaje moralizador que alentara de las consecuencias de estos modus operandi. Los temas más repetidos eran amores mal resultados, engaños y traiciones o promesas jamás cumplidas. Así, ‘María de la O’ llora tras descubrir que el dinero no compra el amor, la prostituta se enamora de ese hombre de ‘ojos verdes’ y comparte suerte con la chica que mendiga el amor del marinero del ‘tatuaje’, y ‘la Zarzamora’ pierde su alegría por un hombre casado.
Sin embargo, también hay cabida para el amor más desmedido y la pasión más ferviente y desenfrenada. Y es que nadie volverá a querer como se quiere en la copla. Son canciones a corazón abierto en la que hacen alarde de todos los excesos prohibidos en el momento. La música es el lenguaje universal, y mientras ésta exista, existirá la forma de transmitir un mensaje. En este caso, el mensaje del amor desbordado y de la pasión censurada. De esta forma, cargadas de estos ingredientes y aliñados con una pizca de picardía genuina propia de los enamorados encontramos una auténtica declaración de intenciones en pro del amor en ‘Las cosas del querer’, el relato del inicio de un romance y el tonteo propio del momento en ‘Échale guindas al pavo’ o ‘El cordón de mi corpiño’, hasta el final feliz de “la vecinita de enfrente” en ‘A la lima y al limón’.
Lo transgresor de la copla no radica en mensajes potentes ni en letras contra el sistema. No podemos pretender hallar en estas composiciones la fuerza directa de las canciones puramente reivindicativas de finales de los años 60, ni aquellas con un contenido notoriamente feminista como tantas y tantas que tenemos en la actualidad. Su poder era sutil, incluso podría calificarse de utópico. La revolución de la copla es conseguir hacer soñar más allá de las interminables restricciones de la dictadura, permitir, como de remanguillé, que la imaginación de las que debían ser mujeres de bien volase y lograse meterse en la piel de aquella mujer. Esa que grita a los cuatro vientos los lamentos del engaño. La que quiere volcando toda su pasión y sus entrañas, la que decide no querer, la que es por todos querida. La que llora, grita, sufre. La que se entrega al placer sin remordimientos. La que aboga por el amor. La que bebe y la que mendiga. La que ha errado en sus pasos y ahora paga sus consecuencias. La avariciosa, la indecente. La que ha sido, a fin de cuentas, libre de elegir cómo equivocarse y libre de cantar su sufrimiento sin que nadie le diga que debe callar. En definitiva, todas ellas historias de mujeres viscerales, que no se callan y que expresan sus sentimientos por amargos o prohibidos que resulten, tomando en estos versos la voz cantante de su vida y pensamiento más allá del miedo al qué dirán.