Se encienden las luces y encontramos a una mendiga rodeada de zapatos en el centro del escenario. Desde el minuto uno, la maravillosa actuación de Marta Calle Hidalgo consigue dejarnos sin palabras. Escuchamos como canta La Marsellesa y expresa un monólogo desgarrador. La enajenación y la desesperación con la que actúa nos pone los pelos de punta. Mientras maldice a su marido Rouget, clama justicia por los estragos de la Revolución Francesa y se lamenta por haber dejado a sus hijos participar en ella. La desgracia y la miseria son las consecuencias de las guerras, donde siempre pierden los que menos culpa tienen. Basta con escuchar atentamente los monólogos de Los 7 franceses para confirmarlo.
Amelia es una madre sacrificada que perdió todo con la guerra, pero no es la única. Carmen Prada empieza su relato en plena Guerra Civil Española. La han acusado de ser prostituta y lo único que le queda es defenderse para no perder la custodia de sus hijos. A través de la fuerza y la rabia que transmite con su voz, explica lo difícil que es ser madre soltera. Al principio niega los hechos, pero termina confesando que se prostituye para ganarse el pan, pero ¿acaso ella pidió alguna guerra?
Es inevitable no conmoverse con lo que escuchamos, pero lo es más saber que es el reflejo de una realidad difícil de olvidar. También conocemos a otra madre en situación desesperada, pero en el caso del personaje de Margarita Hardessen, nos trasladamos al golpe de Pinochet en Chile. Su interpretación es entrañable, una mujer luchadora y trabajadora que ve cómo hombres como su marido son perseguidos, torturados y encarcelados por el único delito de tener una ideología.
Muy diferente es la situación de Irene (Nicole Pérez-Yarza), que duerme en la misma cama que su enemigo. Tras la Noche de los Cristales Rotos en Berlin, algunos de sus vecinos y amigos son detenidos y varios sucesos le hacen pensar que su marido se ha convertido en un monstruo partícipe de esa masacre. Definitivamente, todos los personajes necesitan ser escuchados, como pide el señor De Mendoza (Alejandro Carstens), un joven que se encuentra en Buenos Aires cuando tiene lugar el bombardeo en la Plaza de Mayo durante la Revolución Anti-peronista en Argentina.
Los últimos dos acontecimientos históricos son contados a través de los relatos de John (Juan O’Gallar) y un hombre con descendencia siria. John está casado con una mujer de color. El matrimonio sufre las consecuencias del Apertheid de los 80 en Sudáfrica, cuando las personas eran separadas por razas. En medio de una revuelta, su hijo desaparece y les comunican que ha muerto por causas naturales, pero nunca les entregan su cuerpo. Quizás es la historia más esperanzadora de las siete que conforman Los 7 franceses.
No lo es tanto la historia final, protagonizada por Ignacio Picabia. El personaje habla de sus raíces sirias, de la desolación de una guerra, de los refugiados, de los «silencios mundiales convenientes». El conflicto de Siria parece no tener fin. Sin embargo, cuando escuchamos a Picabia contar su relato presenciamos un momento repleto de paz.
En definitiva, es una obra recomendada. Pablo Razuk ha sabido mantener los momentos de tensión durante todo este drama histórico, aunque a veces se hacían incluso insoportables. Al principio es cierto que es desconcertante escuchar los intercambios de monólogos, pero poco a poco, cuando consigues entender de qué habla cada uno, es imposible no conmoverse.
Los silencios y las miradas repletas de emoción y lágrimas de los actores nos transmiten el dolor como si fuera el suyo propio. Sin duda, la actuación de los siete es magnífica. Entendemos su sentimiento de desesperación, rabia, miedo… Y cuando termina la obra, tenemos un barullo de emociones provocadas por ese golpe de realidad. Lo que sufrieron y sufren los seres humanos por culpa de conflictos armados, del racismo o de las dictaduras es real. ¿Y de qué han servido? Va a ser cierto la premisa de la obra de que «la única revolución es la honestidad«.