Hace no mucho el anuncio de una bebida alcohólica se encargaba de poner en valor la figura de los amigos. Los amigos, esas personas con las que se cuenta por descontado, que se da por hecho que están ahí. En un mensaje, en una caña, a la salida de clase o en el funeral de un ser querido. Son, en la mayoría de los casos, una constante en la rutina. No es necesario esforzarse en exceso para verlos ahí.
Ahora, repasemos lo anterior. Personas con las que se cuenta por descontado, sea cuando sea, sea como sea, están. Eso, si lo piensas, es muy fuerte. Como mínimo, se merece que una marca de alcohol le dedique toda una campaña de marketing, y que todos los días uno por uno le dedique un instante a pensar en frío lo fuerte que es.
Yo estoy enamorada de mis amigas y amigos. Locamente enamorada, como esos matrimonios que llevan juntos tantos años que devuelven a cualquiera las ganas de creer en el amor. No me imagino mi vida sin mis amigos, ni lo bueno, ni lo malo, ni lo insulso. Pero, si por mi fuera, creo que no llegarían a saberlo nunca.
Estoy tan acostumbrada a que seamos un pack que invierto verdaderamente poco tiempo en pensar lo que eso significa, lo que esas personas son para mí. Tiene que llegar un anuncio de una bebida alcohólica para que pause la costumbre y medite seriamente sobre la maravilla que es la amistad.
Tengo un espectro bastante amplio de amigos: los de toda la vida, las nuevas incorporaciones, los de cervezas y risas, los que me han visto en bragas, los que te leen con mirarte, en los que aún pienso pero no lo saben, los que son mi familia. Sin querer incurrir en ningún tópico, tengo más calidad que cantidad, aunque no tengo ningún derecho a quejarme de quienes me guardan las espaldas. Y de todos ellos estoy enamorada.
Sin pedirlo, muchas veces sin merecerlo, mis amigos están ahí. De repente, una llamada, un Whatsapp en un día de mierda, un abrazo en el día más feliz de mi vida. De pronto los descubro pidiéndome el café tal y como me gusta y sin necesidad de consultarme, pinchando mi canción favorita en el coche (aunque la aborrezcan), cuidándome de lejos los días en los que no soporto más compañía que la de la soledad. Con ellos ahí todo cobra sentido.
Las pocas veces que me paro a pensar en frío en la amistad llego a la misma conclusión: es un sentimiento acojonante. En un mundo donde el individualismo es bandera existen personas que celebran mis logros como si fuesen suyos, que están mal cuando estoy mal, que me quieren en sus vidas porque sí. Es tan fuerte que dudo si llego a estar a la altura de algo tan grande, tan divino, tan sobrenatural.
En esta vida aspiro a ser la mitad de amiga de lo que son mis amigos, que pocas veces lo habrán oído de mí, pero son más que una lotería: mis amigos son el amor de mi vida. Así que, supongo, una vez más el alcohol saca las verdades que guardamos dentro y que estando encerradas no hacen más que coger polvo. Yo estoy enamorada de mis amigos y, como los matrimonios que se quieren cada día, debería celebrarlos en la rutina.
Porque en esa rutina, con lo bueno, lo malo, lo insulso, existe una constante extraordinaria que da vida a la vida, que carga con buena parte del peso de la acepción del verbo ‘amar’. Hoy celebro a mis amigos y le digo abiertamente que los quiero por quererme y por enseñarme a querer, y que ojalá no sea excepción el decirlo, porque, queridos amigos, esta que os escribe no sería nada cada una de las caras que me llena el alma cuando en los anuncios alguien habla de amistad.