Se ha caído Whatsapp. Escribo esto en una nota del móvil mientras voy en el metro, con las pocas redes sociales hábiles que me quedan revisadas de arriba a abajo y dando gracias de que, al menos, nos queda Spotify. Tras unas horas sin esta vía de comunicación que, más que eso, es una extensión necesaria en las relaciones interpersonales, me he reencontrado con un viejo amigo: el SMS. De pronto, viajamos en el tiempo a una época donde las palabras estaban medidas por el saldo, en esta ocasión, eso sí, con mejor ortografía.
Este retroceso inesperado en el tiempo me ha hecho fantasear durante un momento con una idea que de vez en cuando me ronda la mente: ¿qué pasaría si volviésemos a poner de moda las cartas? Aquí, con vosotros, me confieso una vez más nostálgica de una época que no viví. Alguna vez nos cruzamos por el camino. Yo recién llegada, ella que ya se iba marchando, pero algún contacto tuvimos. Una postal de vacaciones, un Christmas en Navidad, algún que otro sobre de un familiar que vivía lejos, pero no hemos tenido la oportunidad de conocernos.
Yo quiero que me manden cartas. Pero en el sentido más cursi de las cartas. Escritas a mano, con tachones, que conserve el olor a papel y al remitente, en un sobre bonito y con un sello especial. Una carta en condiciones. Tampoco tiene que decir gran cosa, me conformo con abrir el buzón y ver que alguien que me aprecia lo suficiente para someterse al proceso de escribir una carta ha pensado en mí. Aunque, ya que estamos de confesiones, yo quiero que me manden una carta de amor, con todo lo que eso conlleva.
«Yo quiero que me manden cartas. Pero en el sentido más cursi de las cartas. Escritas a mano, con tachones, que conserve el olor a papel y al remitente, en un sobre bonito y con un sello especial».
En realidad, más que la carta en sí, lo que me atrae del concepto es todo lo que conlleva. Porque escribir una carta es invertir tiempo en alguien, y el tiempo hoy por hoy es el bien más preciado que tenemos y el que más cuesta compartir. Implica sentarse, coger un papel, esforzarse por hacer letra bonita, mimar las palabras, conservar en el pensamiento al destinatario. Y luego la ilusión, el nerviosismo que lleva implícita la espera, y el tiempo de vuelta. Una carta es más que una carta, es el regalo del tiempo puesto en ella, posiblemente la mayor muestra de cariño que alguien puede dar.
Las facilidades del mundo han traído también la prisa y la impaciencia. No es por sonar carca, en realidad es una gozada estar comunicado inmediatamente con quien queramos sin importar distancia o tiempo, pero reconozcamos que acostumbrarnos al todo ya nos está volviendo un poquito impacientes, hasta el punto de medir el interés en la demora de una respuesta. Y quien esté libre de pecado, que se confiese limpio de no haber perdido ni un poquito los papeles con las calabazas repentina que nos ha dado Whatsapp. Ante este panorama, se me ocurren pocas muestras de aprecio más grande que esperar por alguien y saber que alguien espera por mí.
«Escribir una carta es invertir tiempo en alguien, y el tiempo hoy por hoy es el bien más preciado que tenemos y el que más cuesta compartir».
Así que aquí estamos, romantizando la espera y la esperanza mientras no dejo de mirar cómo gira la rueda del “conectando”. En esta contradicción de hija de un tiempo donde tardar más de un día en responder un mensaje es el signo más evidente de desinterés y alargar las respuestas un par de horas más, la venganza más amarga, yo quiero que me escriban una carta. Con todo lo que eso conlleva.
Tal vez querer volver a poner de moda esta practica es utópico y pretencioso. Lo que sí me gustaría volver a llevar a mi día a día es la paciencia y la esperanza que nace en una al saber que la respuesta llegará, quizás no inmediatamente, pero que allá en alguna parte alguien te ha dedicado su tiempo, piensa en ti, y como todo el que sabe esperar, pronto tendrá su recompensa. En cierto modo, escribir cartas es una forma de querer a fuego lento, de mantener viva la llama del cariño en la certeza nerviosa de que en algún momento llegará ese trozo de papel donde alguien ha puesto tiempo y alma.
Yo quiero que me escriban cartas. Quiero querer como los que se mandan cartas: con paciencia, ilusión y esperanza. Aunque por lo pronto invierta esa esperanza en desear impacientemente que la rueda del «conectando» me devuelva la inmediatez dejando, de una vez, de girar.