Mis amigos son una fuente infinita de lecciones de vida. Un día, a la vuelta de clase, mi amiga Marta – que tiene un don especial para apreciar la belleza en detalles pequeños que solo sus ojos son capaces de captar – repasaba los fragmentos de un libro que en el momento de la lectura le habían suscitado algo especial. Entre las palabras destacadas de su edición de Imposturas, de John Banville, tuvo a bien compartir conmigo el siguiente pasaje:
Mientras pasaba por debajo del primer dosel de flores, ancho, alto y fresco, se me ocurrió preguntarme cuándo un árbol es más él mismo, cuándo siente que ha alcanzado plenamente su verdadera esencia. Quiero decir si tiene capacidad de sentir —¿y quién sabe si somos nosotros las únicas criaturas con conciencia, o que no existen otro tipo de conciencias aparte de la nuestra—, en qué fase de su ciclo vital diría: ahora, ahora soy lo que soy, ahora he alcanzado por fin mi total arboreidad
“Esto da para un ensayo de Humanidades”, apostilló Marta tras la lectura. Después, una pequeña reflexión y la invitación a seguir meditando sobre ello mientras el sol de tarde de otoño pintaba el interior del tren de un dorado magnético, y nosotras cambiábamos de conversación. Pero estar con Marta supone el contagio inevitable de esa mirada que busca, encuentra, y sigue buscando casi sin querer belleza en los detalles cotidianos, y para mí, que a veces me despisto en el noble arte de mirar la vida con ojos de turista, superar un encontronazo así supone una ardua tarea que no siempre llega a tener fin.
“Ahora he alcanzado por fin mi total arboreidad”. El personaje de esta novela se cuestiona sobre la conciencia de plenitud de los árboles, y gracias a Marta yo comencé a cuestionarme sobre mi propia conciencia de plenitud. Últimamente me topo con muchas preguntas que antes de formular sé que no tienen respuestas, y que en el caso de tenerlas, posiblemente no las encuentre en un futuro próximo. Esta cuestión, la plenitud, la total arboreidad, había llegado para escalar al Top 1 de la lista.
«Como si la construcción de mi propia personalidad fuera un bizcocho en el horno y yo estuviese deseando comerlo: lo saco infinidad de veces para clavar el cuchillo y comprobar que está en su punto, pero aún está crudo: necesita más calor para crecer y tiempo para reposar antes de ir a por él»
No sé en qué momento las personas alcanzan ese punto donde pueden decir con total convencimiento y libertad “ahora soy yo”. De hecho, pongo en duda que eso pueda llegar a pasar, y de esa duda nace el miedo. Si echo la vista atrás veo todas las veces que a lo largo de mi propio camino he creído haber alcanzado ‘la total arboreidad’ y no puedo evitar mirar con ternura esa osadía de quien cree saberlo todo sin tener ni idea. Como si la construcción de mi propia personalidad fuera un bizcocho en el horno y yo estuviese deseando comerlo: lo saco infinidad de veces para clavar el cuchillo y comprobar que está en su punto, pero aún está crudo: necesita más calor para crecer y tiempo para reposar antes de ir a por él.
Soy escéptica con la idea de que haya alguien que en plena consciencia pueda declararse en estado pleno de ‘arboreidad’. Sin embargo, sí creo firmemente en la plenitud del instante, de esas pinceladas que van conformando un cuadro que quizás nunca llegue a ver completo, pero que en el momento de su trazo se sabe con absoluta certeza que es definitiva. Para ser consciente de la trascendencia del instante hace falta una iluminación o unos ojos como los de Marta, y eso a veces pasa: esos instantes se llenan del color del sol de otoño, como si de una revelación divina se tratase, y simplemente entiendes que ahí se está forjando tu plenitud, que ahí está creciendo eternidad.
Ni los árboles ni yo creo que lleguemos nunca a declararnos en estado de total ‘arboreidad’, pero me considero afortunada de vivir esos besitos de luz que me hacen consciente de instantes que serán eterno. No sé si llegará algún momento en el que sea capaz de observarme y decir convencida que soy la mejor versión de mí misma, pero estoy segura que si ese momento llega no distará mucho del compendio de esos pequeños detalles que me han dado calor para que crezca el bizcocho, de esas miradas que, como la de Marta, me han incitado a buscar belleza en el nacimiento de cada ramita que un día compondrán mi total ‘arboreidad’.