Hubo un tiempo en el que querer era una cosa seria. Al menos, así parecía en sus canciones. Me gusta pensar que aquel tiempo pasado, en materia de quereres, fue mejor, o que por lo menos el arte así lo pretendía.
Era un tiempo donde el amor no existía a medias tintas, era un todo o nada. Donde enamorarse era suficiente para dejarlo todo, donde declararse era volcar el corazón sin miramientos: o lo tomas, o lo dejas. No sé cómo andaban de toxicidades (a juzgar por el desenlace de muchas de sus historias, era una asignatura pendiente), cuánto duraría prendida la llama o cómo se manejaban con la responsabilidad afectiva, pero a lo que a los sentimientos se refiere me vais a permitir que romantice, porque ya nadie quiere como se quiere en la copla.
La copla es, por definición, intensidad. El fuego y la fuerza de ese género traspasa las épocas y deja como legado el retrato de amores fructíferos y fracasados que destacarán siempre por su carácter visceral. En la copla al corazón lo educan las entrañas. Es un impulso que nace de lo más profundo y que vuelca, un ser superior que se apodera del amante y no entiende de vergüenzas cuando se trata de expresárselo al amado. En la copla se quiere como si fuese la vida en ello.
«Como mucho, al más valiente de los cobardes se le escapará un ‘te quiero’ que se llevará consigo, sin ápice de compasión, cuando algo le descuadre»
Confieso que a veces caigo en la nostalgia del tiempo que no viví, y llego a echar de menos esta forma de querer. Me da la sensación de que estamos en la época del amor adulterado, rebajado con agua para que no queme tanto, controlando el cauce por si acaso desborda. Hablar desde la honestidad del sentimiento parece el tabú del momento. Como mucho, al más valiente de los cobardes se le escapará un ‘te quiero’ que se llevará consigo, sin ápice de compasión, cuando algo le descuadre.
“Yo no quiero flores, dineros ni palmas/quiero que me dejen llorar tus pesares/y estar a tu vera, cariño del alma/bebiéndome el llanto de tus soleares”
Así, sin anestesia, lo suelta Lola Flores en su Pena, penita, pena, y a mí me parece que pocas veces se ha expresado mejor qué supone estar enamorado. Porque, aunque ya no se lleve eso de dejarse la garganta en decir cuánto queremos y las canciones de amor sean color rosa chicle y no tan carmesí, el amor (gracias a Dios) sigue pasando, aunque nos dé vergüenza reconocerlo.
Me niego a creer que hay un solo corazón en el mundo que no haya hecho suyo nunca, a su manera, eso de “mira que pa mí en el mundo no hay na más que tú/ y que mis acais si digo mentira se queden sin luz”. Me niego a creer que nos hayamos creído la mordaza sentimental, que apostatamos de esta forma tan humana y animal de querer, de la verdad más pura y franca de encarar algo que aspiramos con llamar amor. Me niego a creer que verdaderamente se ha dejado de apostar por las cosas del querer como se apuesta en la copla.
«Yo entrego las entrañas al amor de León y Quiroga, el que se eleva a lo sagrado, el que se vive y se padece hasta el extremo, porque amar siempre merece la vida»
Como amante empedernida de este género que soy (porque es imposible amar la copla de otra forma que no sea en rojo carmesí) yo entrego las entrañas al amor de León y Quiroga, el que se eleva a lo sagrado, el que se vive y se padece hasta el extremo, porque amar siempre merece la vida. Reconocer el enamoramiento en bruto es reconocerse vulnerable, pero también hay cierta belleza en esa vulnerabilidad. Puede que reneguemos de esa bajada de pantalones sentimental que supone querer como se quiere en la copla, pero en el fondo de nuestro corazón, quién más o quién menos siente un dardo – o un nombre – en el pecho cuando suena Y sin embargo, te quiero.