Es el segundo año consecutivo que no celebro la noche de Fin de Año con mi amiga Belén. A estas alturas de la vida una se acostumbra a dejar de celebrar fechas con gente que quiere mucho, pero reconozco que me siguen costando los 31 de diciembre – y, en general, cualquier fiesta – que falta Belén. El año pasado fue la COVID, este año, el trabajo que manda y no perdona. A ninguno de los dos le perdonaré nunca que nos haya arrebatado el primer brindis.
Belén es mi amiga porque no queda otra. Nos conocemos desde hace 11 años, que en la vida de una persona a la que le cuesta asimilar el paso del tiempo es mucho. Antes de Belén ya tenía amigos, pero Belén marcó un antes y un después en mi forma de relacionarme con la amistad y con el mundo. Mano a mano empezamos a escribir la lista de primeras veces: los primeros besos, los primeros viajes, las primeras fiestas, las primeras copas, los primeros amores. También la primera vez que confié a ciegas en alguien, la primera vez que descubrí que, cuando hay amor, el dolor ajeno duele casi más que el propio, la primera vez que aprendí que el orgullo no vale nada cuando está en juego el cariño de personas que valen la pena.
«Volver a Belén es volver a casa, sentir que todo está bien aunque no lo esté, que todo tiene sentido aunque no lo tenga»
Belén es la piedra angular de todas mis decisiones importantes. Incluso ahora, que el tiempo, la distancia y el desapego de ambas por el Whatsapp nos impide vivir físicamente ese mano a mano tan nuestro, no me atrevo a dar un paso sin asegurarme primero de que ella viene detrás. Belén es mi amiga porque no queda otra, pero ella sabe que es mucho más. La amistad toma un matiz nuevo cuando hablo de ella. Cuando éramos más niñas decía que era la hermana que nunca tuve; ya no lo digo, pero lo sigo pensando. Volver a Belén es volver a casa, sentir que todo está bien aunque no lo esté, que todo tiene sentido aunque no lo tenga.
Por eso, empezar el año con Belén trasciende la garantía de la diversión asegurada. Más allá de su envalentonamiento y de mi poca vergüenza, de su aguante y mi punto álgido a la segunda copa, de sus cortes y mis vaciles, más allá de todo eso empezar el año con Belén supone aterrizar en tierra firme. Para mí, ella es el pie derecho con el que doy el primer paso cuando suena la última campanada. Empezar el año con ella es saber que pueden venir vaivenes de todo tipo, pero que estando ella siempre podré volver a casa.
Conociéndola como la conozco y llegados a este punto, puedo imaginar su cara de sorpresa. Porque las dos sabemos que demostrar afecto no es lo nuestro, pero tenemos la certeza absoluta de que lo que nos queremos transciende todo gesto de cariño que solo recibimos cuando queremos hacernos rabiar. Por esto mismo sé que aunque voy a echarla de menos en todos los fines de año que no pase a su lado, Belén siempre será la pieza que inaugure todos los puzzles que me quedan por construir, y las copas que no tomemos esas noches las acumularemos para brindar con más ganas aún por su vida, por la mía y por la que me da cada vez que tengo la suerte de compartir tiempo con ella.
«El brindis de este año se lo guardo, para que cuando nos volvamos a ver descorchemos botellas de anécdotas creadas y por crear»
La otra noche eché de menos a Belén, porque sin ella presente casa es un poquito menos casa. Sin embargo, es un echar de menos sin pena ni tristeza, sino con esperanza y seguridad de que todo sigue como siempre, venga lo que venga y pase lo que pase. Belén es mi amiga porque no queda otra, y todos los días doy gracias a Dios por ello. Porque ser amiga de Belén es construir un hogar en tierra firme con un balcón con vistas privilegiadas a toda la grandeza de su corazón.
El brindis de este año se lo guardo, para que cuando nos volvamos a ver descorchemos botellas de anécdotas creadas y por crear, y nos sentemos de nuevo frente a frente para que con la ilusión que caracteriza su mirada me cuente cómo es el mundo en primera línea de batalla, para que con el cariño único de su atención me escuche narrar la vida desde la trinchera.