La educación y formación de la persona empieza desde la infancia. Los padres y educadores tienen la tarea de forjar en cada niña y niño unos valores que les haga grande como individuos, pero que también les ayude a formar parte de una sociedad mejor. Desde hace ya muchos años, la lucha por la igualdad real entre hombres y mujeres está al orden del día, y son muchas las personas que cada día reivindican los derechos y libertades que aún hoy se encuentran mermados bajo la sombra de una historia y tradición patriarcal.
A pesar de que aún queden muchas taras por remendar para que todas las personas podamos encontrarnos en un punto justo frente a las mismas condiciones, los últimos años han evidenciado que el progreso se va materializando en realidad: cada vez más y más personas salen a la calle a reivindicar la igualdad, poco a poco se van llamando la atención sobre actitudes comúnmente aceptadas que, efectivamente, no hacían más que ahondar en esta herida, y, por supuesto, vamos paulatinamente quitándonos el peso impuesto por los roles de género.
Desde la infancia, a través de los elementos culturales e incluso de ocio, y a través, también, de una educación basada en una tradición jamás cuestionada, a muchos hombres y mujeres de hoy se les ha educado diferenciando lo que es “de niño” y lo que es “de niña”, trazando una frontera invisible entre ambos conceptos que supondría una vergüenza imperdonable cruzarla. Sin embargo, gracias a que el conocimiento y la información nos ha ayudado a poner en tela de juicio muchos de estos comportamientos y mantras a priori irrefutables, muchos de esos niños y niñas que ahora son padres, madres o educadores tienen en su mano desdibujar poco a poco esa frontera, y empezar a inculcar desde la infancia un valor fundamental: la idea de que todos y todas somos iguales, que los objetos, colores o aromas no están restringidos a un género, y que el hecho de disfrutar con algo que por costumbre no pertenece no es, ni muchísimo menos, motivo alguno de deshonor.
A edades tempranas uno de los métodos de aprendizaje más directos es el juego. A través de los juguetes o disfraces, las niñas y niños dejan volar su imaginación, forjando así su personalidad. El mundo de los juguetes siempre ha estado claramente diferenciado: podemos recordar los catálogos que llegaban a nuestras casas en Navidad, donde el color rosa indicaba la sección en la que debías estar interesada si eras niña, y los tonos más oscuros hacía lo propio con los chicos, dejando leer entre líneas que, si no cumplías con las cualidades de uno u otro género, ese juguete no era para ti. Las empresas están empezando a ser conscientes de esta lacra y de las repercusiones que llevan esos mensajes, por ello estamos comenzando a ver catálogos donde esta idea ya no existe, como el de la empresa ToyPlanet, donde niños juegan a las muñecas y ellas hacen los propio con coches o elementos de construcción, dejando claro que el género no debe ser un impedimento para la diversión.
De la misma forma que ocurre con los juguetes, los colores son otra batalla que se debe pelear. El uso de colores como el rosa para asignar lo femenino o el azul para lo masculino ha supuesto una convención absurda que implica, para muchas personas, que decantarse por uno u otro quebrante la cualidad de “ser una chica” o “ser un chico”. Los colores son eso, colores, sin género ni atribuciones fijas según tu identidad, y preferir un color u otro no es más que una cuestión de gusto personal.
El lenguaje, la producción cultural, así como la forma en la que nos dirigimos a los niños y niñas determina enormemente cómo se van a ver a ellos mismos y cómo van a formar su personalidad. Los cuentos Disney han reflejado siempre a las niñas como princesas bellas, sensibles y elegantes cuyo rol principal es ser rescatadas por un príncipe azul apuesto, valiente y fuerte. Ellas, guapas. Ellos, valientes. Bonita y campeón. Y nada más lejos de la realidad. Las princesas pueden defenderse ellas solas, incluso con la ayuda de otras princesas, de cualquier impedimento de la vida. Los príncipes tienen días malos, y lloran, y necesitan ayuda de princesas y príncipes para salir adelante. Porque tanto príncipes como princesas son personas que precisan, más que de unos patrones de comportamiento marcados por concepciones tradicionales sin fundamento, de una educación emocional que les enseñe que no tienen que ser “valiente” ni “bonita” por obligación, sino que les enseñen que pueden ser lo que ellos quieran, que todos son capaces de salvarse de sus monstruos y, si la situación se les hace complicada, no pasa nada por flaquear y pedir ayuda.
Pese a que aun queda mucho trabajo por hacer, los tiempos cambian y eso se nota también en la producción cultural. De Blancanieves o Aurora hemos pasado a Mérida o Elsa, en el mundo de los superhéroes también tienen cabida las superheroínas, y en películas como Shrek, Mulán o Zootrópolis vemos como poco a poco esos cánones que parecían inamovibles se van tambaleando, hasta que algún día no quede rastro de ello.
Sin duda alguna, la clave de cualquier educación es el respeto. Como personas que deben vivir en sociedad, el respetarnos los unos a los otros es una obligación que debemos interiorizar y que desde pequeños se debe inculcar. Trabajando desde la igualdad y erradicando la idea de que unos valen más que otros, que algunos tienen la potestad y el derecho sobre otros, y que las palabras de unos tienen más peso que las de su igual, conseguiremos paulatinamente una sociedad más justa donde prime una idea básica de que, ante todo, somos personas y merecemos ser tratados como tal, todos y todas por igual.