Si al final de mi vida tuviese que escribir un libro de lecciones clave para la supervivencia en este mundo, sin duda alguna arrancaría con esta: los palos curten. Todos, sin excepción, estamos necesitados de toques de atención que nos devuelvan el cable a tierra. Aunque la vida, cuando se pone a ello, no sobresale precisamente por su delicadeza. Claro que no es plato de buen gusto para nadie, pero no me cabe la menor duda que son males necesarios.
Queramos o no reconocerlo, creo que somos muy conscientes de ello. Por eso tensamos la cuerda a sabiendas de que podemos llevarnos un latigazo – incluso me atrevería a decir que la mayoría de las ocasiones es lo que estamos buscando -, y por eso confiamos en el poder de la caída cuando ansiamos un resurgir. Hasta cuando el golpe es inminente no hacemos nada por pararlo, más bien al contrario: nos quedamos observando como espectadores a que la vida y su ausencia de sutileza hagan su parte.
«Es ver cómo, a pesar de las advertencias, van de cabeza al precipicio y no puedes hacer nada por pararlo. Ese sacrificio solo puede nacer de las entrañas del amor»
Que sea necesario no quita el dolor que lleva consigo, por eso al buscarlo no sé muy bien si cometemos un acto valiente o kamikaze. En cualquier caso, necesario. Pero, si hay algo que duele más que la propia caída, esa es la caída de quienes queremos. Es ver cómo, a pesar de las advertencias, van de cabeza al precipicio y no puedes hacer nada por pararlo. Ese sacrificio solo puede nacer de las entrañas del amor.
Por eso admiro tanto a quien, desde la distancia, prepara el colchón cuando se avecina la caída. Avisan, pero no la frenan. Miran, pero no intervienen. Consuelan, pero no reprochan. Aunque esto suponga tragarse el orgullo y hacer de tripas corazón. Saltarse la opción fácil en pro de un posible aprendizaje. Amar desde el coraje y el cariño casi a partes iguales.
Yo, que conozco bien la frontera entre lo valiente y lo kamikaze, tengo la suerte de poder permitirme el riesgo no solo porque confío a ciegas en la enseñanza de la caída, sino porque sé a ciencia cierta que por mucho que duela el golpe siempre va a venir amortiguado. Mi libertad también radica en la certeza de que lo que yo experimento como funambulismo es, en realidad, el esfuerzo de muchos corazones que, aún oponiéndose a la práctica, se dejan la piel por ayudarme a mantener el equilibrio.
«Soy una afortunada por poder caerme cada vez que quiera, porque sé que tengo una legión de corazones que van a tirarse ahí conmigo para reírnos de lo sucedido»
Por puro instinto protector, en la mayoría de los casos hacen lo imposible por evitar lo inevitable. Previenen con señales de todo tipo el desenlace más que conocido, recurren incluso a medidas desesperadas hasta que mi empeño por ver qué hay detrás de la puerta les obliga a dar un paso atrás. Por suerte, siempre conocen el pasadizo secreto que les lleva al otro lado. Entonces, cuando creo que he caído en el abismo y que no hay vuelta atrás, siempre aparece una sonrisa exenta de rencores y unos brazos que lejos de recriminar, recogen corriendo mis pedazos y me vuelven a hablar de hogar.
Si algo me han enseñado los años es que los golpes curten, y que renegar de la caída es una forma un poco ingenua de evitarse la lección. Pero, si me preguntan, diré que la vida va un paso más allá. Por muchos golpes y caídas, por muchos palos y desengaños, las marcas que son para siempre son las que quedan en el corazón, las que nacen desde la pedagogía del amor. Soy una afortunada por poder caerme cada vez que quiera, porque sé que tengo una legión de corazones que van a tirarse ahí conmigo para reírnos de lo sucedido, para besarme las heridas, para cantarme la canción que consuela el alma, para tenderme su mano incansable una vez más, para decirme que con esto aprendido, volvemos juntos a la carga.
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