Es de noche. Madrid está lleno de turistas. Los escucho murmurar, estallar a carcajadas y entablar conversaciones sobre lo bonita y mágica que es esta ciudad. Tiene encanto, estoy de acuerdo.
Me encuentro sentada en una de las terrazas de la Calle del Pez. El camarero me ha servido una copa de vino blanco. Dentro de unos minutos, a un par de números (Calle del Pez, 10) el arte invadirá mi cuerpo centímetro a centímetro.
Esta noche es noche de arte, pero arte del bueno– y del de verdad. Vamos a ver el espectáculo de Diego Guerrero. El teatro Flamenco de Madrid nos recibe con los brazos abiertos.
Se nota la ilusión en los espectadores, a pesar de que el espectáculo comience con varios minutos de retraso. Entre la marea taciturna de la amalgama, los camareros se desplazan ágiles de un lado hacia el otro, sirviendo vermuts, birras y copas de vino. El telón está a punto de subir, y cuando lo hace, el silencio reina en la platea.
Guapo, soplan a mi oído derecho. Un grupo de amigos del cantante ha venido a ver su función. ¿Quién seríamos sin la gente a la que queremos y que nos quiere?; me pregunto. Al compás armónico de una voz llena de desgarros quebrados les acompaña una acústica excelente. Un pianista, un bajista y dos percusionistas, chico y chica. La chica es increíble; le digo a mi acompañante en más de una ocasión.
Diego Guerrero se mete al público en el bolsillo con su gracia y con ese salero andaluz tan especial. Entre pieza y pieza habla sobre el flamenco, el cante jondo, los fantoches y los trenes que solo pasan una vez en la vida. ¿Pero qué pasa si ese tren al que te subes no es el suyo? El jodío, entre gracia y gracia y sorbo de vino– lo necesita porque habla mucho y se queda ronco– nos hace reflexionar. Y que un artista te haga reflexionar es lo mejor que le puede pasar a un espectador. Porque si quieres escuchar una canción, escuchas un disco o Spotify– somos millennials, nosotros ya no compramos CDs–, pero un directo sirve para emocionarte, para ponerte el vello de punta y para poder disfrutar del don de la música, que no todo el mundo lo tiene.
Los ritmos rumbemos y aflamencados se manifiestan en forma de rumbas, nanas y coplas. ¿Esta última? Mi favorita. A pesar de que el comienzo es flojo y que en presencia escénica, este artista cojea un poco, su voz nos adentra en un mundo paralelo que provoca que el público no quiera que se vaya y que pida no una, sino dos canciones. Dani, esta gente quiere más – le dice al de sonido-, ¿y qué son cinco minutos?
Entre el manto de aplausos me deslizo hacia la salida, antes de que la marabunta me atrape. Volviendo a casa, mientras la conductora se adentra entre el tráfico de una ciudad taciturna, miro el reloj: las dos menos veinticinco de la mañana. Y lo mejor es que no me he dado cuenta.