Julio de 2011 fue un mes insoportable para la música. Amy Winehouse se marchó a la edad maldita de los 27, como otras tantas estrellas atormentadas que pertenecen al fatídico club de los 27, como Janis Joplin o Jim Morrison, de la mano de un par de botellas de vodka, dejando innumerables cuestiones sin resolver entre aquellas cuatro paredes de su piso en Camden Town. La noticia se conoció el 23 de julio de 2011, pero era evidente que esta estrella del soul llevaba años muerta, contemplando el abismo, tonteando continuamente con otras realidades, que nada tenían que ver con la vida, que la alejaban de la música y la acercaban más al mito de mujer completamente quebrantada, que no pudo superar los baches inoportunos de la cruda existencia.
Detrás del icono pin up, de la raya del ojo infinita y el moño de cardado imposible, vivía la autodestrucción personificada. Una mujer que mientras se deshacía por dentro resucitaba el soul, en una época que ya lo daba por muerto. Una estrella a la altura de Tony Bennett o Billie Holiday, con su voz y apariencia recién extirpadas de los días tempranos de la década de los 60, tejiendo a través de las canciones su propia historia, siempre turbulenta, siempre apoteósica. Una mezcla desgarradora de genialidad y sufrimiento que la han convertido en un personaje inmortal.
Su salto a la fama tuvo lugar en 2003 con Frank, su primer disco que abre con un archiconocido Stronger than me. Luego vino Back to Black, su segundo y último álbum de estudio, que lanza en octubre de 2006. Tres años entre proyecto y proyecto separados por las drogas, el alcohol y la bulimia, una retahíla de desdichas en la vida de Amy que poco tienen que ver con el inoportuno o las casualidades, sino más bien con algo físico y tangible: Blake Fielder, el hombre con el que mantiene una turbulenta relación que tras explotar da forma a cada letra de su segundo disco. Un obstáculo que supone una falla en el tiempo, un antes y un después para la artista que alcanza la cumbre del reconocimiento musical y a su vez es incapaz de frenar su declive personal, sin conseguir sustraerse de las drogas ni del hombre que la enganchó a ellas.
Amy Winehouse se refugiaba en sus canciones, temas que nunca eran iguales, porque en cada directo siempre había un giro nuevo, una nota alargada hasta el imposible, una frase más impetuosa de lo habitual, un guiño distinto, un dolor diferente al que vomitó cuando escribió aquella composición. Amy Winehouse tenía un vínculo visceral con la música, algo limpio y transparente a través del cual plasmaba sus pensamientos más profundos, eso era irrebatible.
Siguiendo su costumbre de narrar sus vivencias en los temas que compone, escribe Rehab tras una sobredosis e irremediablemente habla de las drogas, pero no de la adicción. En el hit trata el tema de manera superflua, aunque es consciente que ha tocado fondo, insiste en cada estrofa que saldrá de ese agujero, porque al fin y al cabo su padre piensa que ella está bien, que todo está bajo control y se ampara en esa esperanza errática. No hacía falta más que asomarse un poco a su vida para saber que aquellas letras eran una interpretación negacionista frente al problema que supone vivir subyugado a los estímulos artificiales.
Belgrado fue la última ciudad que la vio subida a un escenario, donde cerca de 20 mil personas contemplaron la parte más cruda y vulnerable de su ídola que vagaba ebria en aquel pedestal mientras las palabras se le enredaban en la lengua sin ser capaz de articular una frase completa. Los abucheos incendiarios de su público cargaron contra ella, incapaces de entender al ser humano que se estaba derrumbando frente a ellos. Querían a la estrella del soul con su voz armónica y aterciopelada, querían solo a la artista y se olvidaron de la mujer que vivía tras ella, como hicieron todos aquellos que permitieron que aquel concierto tuviese lugar. Era la crónica de una muerte que se anunciaba, que nadie supo frenar y que un mes después pasó factura tras un final estrepitoso, en absoluta soledad. Un adiós sin molestar, un adiós sin música, un adiós sin hacer ruido.
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