Voy de camino al Teatro Flamenco de Madrid. Estoy rabiosa, porque con lo que me gusta el flamenco, no sabía que había uno. Qué generosa es Madrid, siempre tiene un hueco para ti.
El espectáculo que voy a ver se llama Domingos de Vermut y Potaje, y el título no es precisamente algo figurativo. Nada más entrar, un vermut es lo que te ofrecen y un vermut es lo que coges.
El teatro es bastante grande, cosa que también me sorprende. No hay butacas. Hay mesas, sillas y mucho arte, que eso se nota. A mi alrededor la gente se deja llevar por su instinto, sus raíces y eso que dicen que tiene el flamenco; y cuidado, que aquí no hay escala de grises: o lo tienes o no lo tienes.
La hora de Maui se retrasa unos quince, veinte minutos. Cuando algo te hace esperar, normalmente la prensa se enfada (y yo más), pero el clima es tan divertido, que no hago más que entrar a Twitter para contároslo todo.
Cuando por fin el telón se levanta, mis ojos se convierten en dos platos que no son capaces de dejar de mirar al escenario. ¿Por qué? Porque el barroquismo, el exceso y el arte disfrazado de un guion ingenioso y una espontaneidad nata llegan hasta cada uno de los pocos afortunados de la sala. Maui encarna ese ‘se lo ha colocao to’ que tanto me gusta. Porque, a pesar de que La hora de Maui puede ser un tanto abrumadora y algo caótica, todo está muy bien ordenado. Es un exceso ordenado y eso no es fácil de conseguir.
Su vestuario es una fantasía. Su corona barroca, sus zapatos sacados de contexto y ese vestido pin up de los años sesenta, construido con los retales de todos los estampados flamencos que te puedas imaginar, son al Dolce&Gabbana que tanto amo. ¿El mejor complemento? Sin duda, su salero.
Lo que más me impacta (y de forma muy gratificante) es el guion. Da tiempo para hablar de todo. Habla de la obsesión de las redes, del machismo y de la falta de empatía y de humanidad que el ser humano está comenzando a padecer. Todo ello llevado a un terreno cómico que te sorprende y te hace reír. Además, Maui cuenta con tres apoyos que cantan, tocan las palmas (y la guitarra) y la levantan del suelo cuando es necesario.
Hacia el final de la obra, la olla de potaje— ¿os he dicho que esto iba de hacer un potaje? ¿No? Pues aunque parezca increíble, sí— baja del escenario y se pone a mi vera (porque estoy en primera fila).
De repente, y sin saber muy bien qué ha pasado, el arte se concentra delante de mis ojos. Todo el mundo bendice la olla con un ritual flamenco que solo comprende quien lo ha mamado desde bien niño. Y cuando creía que ya lo había visto todo, Úrsula Moreno se pone a bailar flamenco con unas deportivas Balenciaga. Yo ya he dejado la libreta y me he puesto a aplaudir.
Domingos de Vermut y Potaje; excesos encarnarnado lo extraordinario. Quién me lo iba a decir.
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