El 2020 va a ser el año de muchas cosas: de pandemias, aplausos, fases, desescaladas y memes, muchos memes. Sin embargo, esto ha sido el resultado de una improvisación sobre la marcha ante la adversidad. Antes de que el famoso virus decidiera aparecer en nuestras vidas, 2020 ya estaba (al menos en España) dedicado a alguien: Benito Pérez Galdós.
Este año se cumple el primer centenario de la muerte del escritor canario y para recordar su trabajo se han planeado varios homenajes, entre ellos, los del Los Teatros del Canal. El domingo 25 de octubre se estrenaba una única función de El caballero encantado, adaptada y dirigida por Pedro Víllora y Beatriz Argüello.
Sobre esas tablas a ras del suelo se escenifica una de las obras más tardías y también de las menos conocidas de Galdós. Quizás por la edad, tal vez por hartazgo, puede que por ambas o por ninguna, Galdós decidió salirse del molde que él mismo había seguido durante su trayectoria y que lo coronó como uno de los representantes de la novela realista en España. En esta obra, que roza el realismo mágico, Galdós realiza una crítica social, política y económica de la España de principios del siglo XX. Esa donde los gobernantes eran caciques interesados tan solo en aumentar su riqueza, y que se plasma a la perfección en la adaptación de Pedro Villora.
La Sala Negra es un pequeño escenario en el que público y actores están cara a cara y a poca distancia. Esta intimidad ha sido aprovechada con sabiduría para crear un ambiente familiar y relativamente minimalista, al estilo de la cuarta pared. El escenario acoge con un aire de misterio la atención de los presentes desde el primer momento.
El atrezo es escueto pero ideal para permitir al elenco transportarse por todos los lugares que deberá recorrer. En el lateral derecho, una mesa redonda con unas vasijas y sillas de madera. En el izquierdo, un perro de sobrenatural tamaño guarda sentado al lado de un sofá rojo a que su dueño, el adulto Carlos de Tarsis (Daniel Albaladejo), nos cuente su andadura como caballero encantado.
La crítica a la que hacíamos referencia se personifica en el papel de Madre, una España interpretada delicadamente por Mélida Molina. Madre, indignada por las acciones de sus hijos, dará un escarmiento al joven Carlos de Tarsis (Cristóbal Suárez), ese aristócrata déspota al que solo le interesa rentabilizar al máximo sus tierras, ignorando el malestar o las dificultades de sus jornaleros.
Por “arte de magia” transformará a Tarsis en Gil, un humilde trabajador que recorrerá parte de la geografía española concienciándose de la realidad que habita más allá de las puertas de su antigua comodidad, de la que además nos hacen partícipes al público. El recorrido guarda multitud de semejanzas con el de Alonso Quijano en El Quijote, donde también se hacía paradoja del hidalgo del momento.
En la obra no solo se realiza un juicio al papel casi tiránico de Carlos de Tarsis, sino a toda la sociedad española en su conjunto. Los actores portan en todo momento el texto dramático, encuadernado, del que leen sus líneas, queriendo ejemplificar esa decadencia de todas las artes, también del teatro. Dice Tarsis al principio de la obra que España “no es más que una pecera. Y somos muchos peces para tan poca agua”. El texto es el protagonista de todo el espectáculo, donde apenas existen silencios, salvo al inicio de la representación.
El elenco, conformado también por José Luis Torrijo, Jesús Hierónides, Pablo Rodríguez y Badia Albayati, encarnan diferentes papeles a lo largo de la representación, todos ellos arquetipos de la sociedad que acompañan a Gil en su andanza. Destacando, por encima de todos, las actuaciones de José Luis Torrijo en los papeles de Torralba, Gaytán, Bartolo y Celedonia; y de Jesús Hierónides en los de Bálsamo, Caminero, Quirobo y Gaitón quienes aportan el tono más cómico en esta ya de por sí paranormal situación.
Cuando no se encuentran interpretando, estos cuatro actores que interpretan papeles secundarios son los encargados de producir los efectos sonoros en directo, con instrumentos de viento cuerda y percusión, desde un extremo del escenario. Esta es, sin duda, la mejor baza de la representación y la más admirable. El sonido está perfectamente conseguido, con una calidad impecable, y mucho más rica que cualquier clip de música vociferado a través de unos altavoces. Le aporta a la obra, además, ese toque costumbrista de apañarse con lo que uno tiene que tanto se reivindica en el texto.
El caballero encantado son 90 minutos de reflexión, risas y admiración (Incluso de tensión) en los que acompañamos a Gil en busca de su amor y su liberación. Es una mirada a Galdós desde otra perspectiva a la que no estamos acostumbrados, y donde menos, como suele pasar, es más.