Cuando uno piensa en la danza, ¿qué es lo primero que nos viene a la mente? Puede que sea la palabra pasión, o elegancia. Igual delicadeza, fuerza, sentimiento… De una cosa podemos estar segura, y es que la danza es arte. Puro y en movimiento, una modalidad que nos transporta a otros lugares, mundos y pensamientos, que nos hipnotiza, que nos llena, tanto al bailar como al admirar. Estamos sentados en nuestras butacas, pero nuestro cuerpo se electrifica, siente la melodía, incluso nos impulsa a movernos, a seguir el ritmo. Puede que tengamos o no formación en este arte, pero el baile forma parte de nuestro ADN.
No sólo de nuestro ADN, sino también de nuestra cultura. La danza forma parte de nuestra historia, nuestras tradiciones, nuestro misticismo y nuestras leyendas. Los movimientos del baile son una encarnación de la visión del mundo de cada cultura. También la danza es el arte que utiliza el ser humano para transmitir emociones. Es un lenguaje universal y no verbal, la mayor forma de comunicar de todas las artes.
El tango es sensualidad, el hip hop es fuerza, el ballet clásico elegancia, el flamenco pasión… así podríamos seguir sentimiento a sentimiento, baile a baile. Entonces, ¿por qué nos olvidamos de la danza al hablar de cultura? O mejor dicho, ¿por qué nos olvidamos de la danza al proteger y ayudar a la cultura?
De entre todas las artes, la danza es la que más exigencia le pide al cuerpo. Para llegar a todos los movimientos y sentimientos que requiere el baile se necesitan muchos ensayos, control sobre el cuerpo y la mente. Ser capaz de trabajar horas y horas, meses completos, para dominar una variación o una canción que puede durar minutos. Esta exigencia tiene un precio y es que el cuerpo no es eterno. Sufre. Y esto hace que las carreras profesionales de los bailarines sean más cortas, como ocurre en los deportes de alta intensidad.
Entonces aquí es donde aparece el verdadero problema de los bailarines. La precariedad. Y es que nadie, tiene en cuenta este hecho a la hora de gestionar el retiro de estos profesionales (pero eh, que en el deporte sí que se tiene en cuenta). O las pocas ayudas que se le dan a los bailarines están a punto de tambalearse. Como es el caso de los bailarines de la Ópera de París.
En 1698, Luis XIV, el Rey Sol, sobrenombre que le viene por interpretar a Apolo en el Ballet Royal de la Nuit (sí, fue uno de los grandes bailarines de su época y quien profesionalizó esta danza) concedió un régimen especial a los integrantes de la Ópera. Permitiendo que los bailarines se jubilen a los 42 años desde entonces. Este “privilegio”, como lo ven algunos en Francia, y el consiguiente intento por eliminarlo, llevó a las bailarinas a sacar sus puntas, tutús y El Lago de los Cisnes a la calle. Se manifestaron de la forma que mejor saben hacer, bailando.
Aún con todo, los bailarines de París son la excepción a la regla general. Aunque empiecen a ensayar con cinco o seis años y empiecen a trabajar a los dieciséis o dieciocho, en la mayoría de políticas laborables (entre ellas la española) tienen que jubilarse a los 65 años para poder cobrar la pensión. O trabajan toda su vida de contratos temporales y con sueldos bajos.
Al contrario de que lo que la gente esperaría, esta precariedad laboral no frena a estos bailarines, a estos artistas, quienes luchan y trabajan por llegar a bailar en las grandes compañías. Pero el número de compañías públicas o privadas, espectáculos y espectadores cada vez es más bajo, lo que hace que poca gente se pueda dedicar a bailar profesionalmente.
Educarse en la danza marca a las personas. Para ellos el esfuerzo, el compromiso y el sacrificio forman parte de su vida, porque el bailar en un escenario o tan sólo dejarse llevar al son del compás lo compensa todo. Educarse y disfrutar de la danza está bien, pero poder vivir de ello, mucho mejor.