El turismo ha sido de siempre considerado como una “empresa sin chimenea” debido a los múltiples beneficios que aporta. Esta actividad destaca, en un primer momento, por sus efectos positivos en el impacto económico y cultural que acarrea en lugares determinados, además de que la promoción y la buena fama fuera de las fronteras de un destino ayuda, indudablemente, a revalorizar las joyas patrimoniales, culturales o naturales que poseen. Así, se activa la economía local y, además, se crean numerosos puestos de trabajo, especialmente en el sector de la hostelería. Hasta aquí, todo bien.
Sin embargo, como ocurre en la fábula, cuando se quiere sobrexplotar a la gallina de los huevos de oro, ésta deja de dar de sí y, en lugar de beneficios, su efecto se revierte y se vuelve perjudicial, y así es como nos encontramos con la cara B de este fenómeno: el turismo masivo u Overtourism.
El fenómeno del Overtourism se da en aquellos lugares donde la afluencia masiva de visitantes repercute de forma negativa en el entorno, la experiencia turística y en la vida y desarrollo de los habitantes locales, creando una situación de carga insostenible. Esta situación tiende a darse cuando se descuida el propósito de promoción y cuidado cultural y se mira más por un enriquecimiento económico inviable a través de permitir las visitas multitudinarias sin mirar por las necesidades del entorno y patrimonio. Así, el objetivo da un giro de 180º y estas pretensiones, en cierto modo, avariciosas, acaban, como bien dice el refrán, por romper el saco.
Este tema se saca a relucir por primera vez en la Cumbre de Río de 1992 debido al impacto que estaba comenzando a verse en la sustentabilidad medioambiental. Algunos de los escollos que se ponen sobre la mesa cuando se trata esta cuestión están relacionados con la vida de los habitantes locales y del mismo entorno. La contaminación acústica, el aumento del precios de los alquileres en algunas grandes ciudades o el impacto negativo en la economía local son alguno de ellos, pero también encontramos otras alteraciones como la congestión de los espacios públicos, la sobrexplotación de los recursos naturales de algunas zonas o la evidente amenaza que supone al patrimonio. Todo esto, a fin de cuentas, no hace más que empeorar la experiencia del propio visitante, que, en búsqueda de un paraíso terrenal, acaban por encontrarse en una suerte de purgatorio.
Un ejemplo evidente de esta situación lo encontramos en el Museo del Louvre, en París, que el pasado 2018 llegó a contabilizar más de 10 millones de turista y que se vio, incluso, en la coyuntura de tener que cerrar por aglomeración. La pinacoteca es, de calle, la más concurrida del mundo, como evidencian sus colas kilométricas y, especialmente, la afluencia desbordante con la que cuenta una obra en especial: La Mona Lisa, de Leonardo Da Vinci. A veces, más que un museo, aquello se asemeja a un parque de atracciones, donde los móviles, los palos selfie y las cabezas quitan todo el protagonismo a las obras que allí se encuentran. Este indudable escollo rebaja la experiencia a algo banal y difícil de disfrutar, el que dice ser el pretexto protagonista pierde todo su sentido y el museo, entendido como templo del arte, queda poco más que profanado.
Situaciones similares se dan en ciudades que destacan por sus paisajes exóticos, historia y construcciones, como es el caso de Acapulco, donde la venta del sol y del paisaje ha provocado la construcción exacerbada de hoteles, que, por un lado, han ayudado al crecimiento de la localidad, pero que ha superado con crecer la capacidad de aforo y carga del lugar. Venecia, Bali, el Himalaya, el Desierto del Gobi, La Capilla Sixtina, Ámsterdam o Barcelona, entre otros muchos puntos, sufren también esta problemática. De hecho, en la ciudad catalana han salido a protestar por el tono insostenible que está alcanzando la situación.
La organización World Travel & Tourism Council (WTTC) propuso en un informe sacado en diciembre de 2017 algunas posibles soluciones a este turismo de masa. Entre ellas podemos encontrar algunas como la creación de una base de datos constantemente actualizada que lleve un control férreo de la afluencia según las temporadas, una estrategia de crecimiento sostenible con planificación a largo plazo, la involucración y compromiso de todos los sectores de la sociedad (política, hostelería, economía…), unas gestiones que se adapten a las capacidades y necesidades de cada entorno, o la búsqueda de nuevas fuentes de financiamiento, aplicando unos impuestos sostenibles cuyo resultado sea positivo tanto para turistas como para los locales.