Dice un amigo que uno de los grandes males de esta época es que nos estamos haciendo impermeable a las malas noticias. Basta con poner la televisión o abrir la prensa para corroborar el bombardeo de estímulos negativos del que habla. Si comparamos la agenda mediática de un día cualquiera veremos cómo la catástrofe le lleva la delantera a la esperanza, cómo parece no haber mercado para la otra cara de la moneda. El mundo se nos dibuja como un lugar impresentable donde el dolor y la miseria marcan la existencia, donde parece que todo está tan roto que poco podemos hacer para salvarlo.
El relato continuado de malas noticias acaba, a fuerza de hacer presión, por reconfigurarnos la mirada. Estamos tan acostumbrados a ello que, cuando parece que va todo bien, reclamamos el caos, porque ese es nuestro nuevo orden. “Y lo peor – lamenta mi amigo – es que esta sed de malas noticias nos la llevamos a nuestra propia vida”. No es solo cosa de medios de comunicación e informativos, en nuestro día a día, en las noticias de proximidad que conforman nuestra propia agenda, también impera el apagón de la esperanza.
«A veces, incluso, es como si ser feliz fuese una falta de respeto: en este juego solo gana quien tenga más dolor que lamentar»
Si me paro a pensarlo, me sorprende la de veces que me he visto envuelta en conversaciones que parecían una competición por ver quién lo pasa peor. Parece como si, a más injusta sea la vida con uno, más derecho tenemos a sentir que estamos por encima de los demás. Como si pasarlo mal diese puntos, como si acumular desgracias tuviera algún tipo de mérito. A veces, incluso, es como si ser feliz fuese una falta de respeto: en este juego solo gana quien tenga más dolor que lamentar.
La vida puede llegar a ser muy injusta. El sufrimiento existe, el dolor existe, la pena existe. Basta con encender la televisión o leer las noticias para cerciorarse de ello. Basta con hablar con unos y con otros para darse cuenta que esto a nadie le es ajeno. Ignorar esta realidad es casi tan absurdo como convertirla en el centro de la existencia. Porque es cierto que el mundo sufre, y que tú y yo también sufrimos, pero al poner el foco en esto olvidamos que existe una cara B. Déjame que te cuente una cosa: en el mundo, y en tu mundo, también pasan cosas buenas.
«Incluso en este mundo donde las malas noticias son tan habituales que ya casi ni nos impactan, nos sigue dando un vuelco el corazón con las pinceladas de vida que nos acercan a la felicidad»
Incluso en el peor de los días hay algo por lo que agradecer. Incluso cuando todo está oscuro, hay un rayito de luz que aparece furtivamente para recordarnos que la esperanza nunca duerme. Incluso en este mundo donde las malas noticias son tan habituales que ya casi ni nos impactan, nos sigue dando un vuelco el corazón con las pinceladas de vida que nos acercan a la felicidad. Igual la clave está en cambiar el enfoque. No es cuestión de ganar puntos, no es cuestión de competir por ver quién está peor. Los días grises existen y es de sabios saber vivir con ello, pero también lo es – incluso más – dar un paso más allá y tratar de enfocar la mirada para ver la calma que siempre acaba por suceder a la tormenta.
Estamos sedientos de buenas noticias, de esperanza y de gratitud. Estamos sedientos de testimonios de luz, de actos de fe que confirmen lo evidente: siempre hay algo más. Mi amigo se lamenta de que nos estamos convirtiendo en yonquis de las desgracias, pero no enuncia problema sin solución, y defiende a capa y espada que el antídoto para superarlo es ser voceros de la alegría. Por pequeño que parezca, por insignificante que pueda resultar, cada día se compone de frases que, si sabemos cómo leerlas, pueden llenar la agenda de buenas noticia. Porque sí, el verdadero juego no es competir por ver quién acumula las mayores desgracias, sino tener la astucia para cazar en cada momento los estímulos que nos hacen agradecer desde el corazón el hermoso don que es la vida.
Parafraseando una vez más a Rigoberta Bandini: