Después de una racha de emociones fuertes el cuerpo pide pausa. Cuando, de la noche a la mañana, la vida se revierte y el mundo conocido hasta el momento se transforma uno pasa a formar parte casi sin querer de la vorágine de sensaciones que se despiertan como respuesta inmediata a una trama que no para de buscar el estímulo. Presos de un frenesí impulsivo y repentino, las piezas del puzle que estaban ya montadas se desordenan y tienen que hace por encajar en un nuevo patrón. Por eso, cuando todo pasa y parece que las aguas vuelven a encauzarse, lo que antes era movimiento se para. Entonces, la calma.
La calma, tan necesaria como traicionera. La sensación calma que se instaura tras la explosión de vivencias es similar a la que precede a la tormenta, porque si la vida carece de algo, es de la capacidad de estarse quieta. La pausa, la sensación de calma momentánea es indispensable para pararse y reparar, pero el ritmo de lo cotidiano no se detiene a esperar, y este alto en el camino es tan solo eso, un alto.
«Como si estuviese en un videojuego, me contemplo a mí misma frente a una sarta de obstáculos que tengo que saltar para incorporarme al relato, que sé que puedo saltar, pero que no me atrevo a hacerlo»
A veces, cuando llego a este punto, siento que la vida me pasa por delante y no soy capaz de incorporarme a ella. Como si estuviese en un videojuego, me contemplo a mí misma frente a una sarta de obstáculos que tengo que saltar para incorporarme al relato, que sé que puedo saltar, pero que no me atrevo a hacerlo. Y no es que me haya acomodado en la calma, que haya hecho de ella una suerte de zona de confort, más bien es lo contrario: la calma me inquieta, pero tengo miedo a saltar y caerme, no sé cuándo es el momento de volver a formar parte activa de la vida.
Algunos días esta pasividad forzada viene en forma de brisa. En esos casos me permito más mecerme con ella. Pero, en otras ocasiones, se disfraza de cuerda y me ata a un mástil mientras todas las sirenas del mundo cantan a mi alrededor. Quiero ir con ellas, pero no puedo. Mi cuerpo me pide tregua, mi mente me pide acción. Y yo, entre medio de los dos, me quedo parada, anclada a no sé muy bien dónde, esperando que pase no sé muy bien qué.
«Me permito la pausa porque entre el movimiento y el caos la frontera es casi imperceptible»
Parar es también parte de esto, es un bien necesario para ordenar lo que la vida desordena, para mirar con distancia y perspectiva el camino que llevamos andado. Pero para parar hay que ser valiente. Después de la pausa viene el salto, la puesta en marcha del camino con la mochila recolocada, y saber cuándo es el momento de pasar a la acción es todo un acto de valentía y determinación para lo que, quizás, no todo el mundo está preparado.
A mí me cuesta dar el paso, decir aquí y ahora empiezo de nuevo a caminar. Me permito la pausa porque entre el movimiento y el caos la frontera es casi imperceptible. Pero me la permito desde el miedo de saber que, en lugar de tomarme ese stand by emocional para repostar puedo acabar apartándome a un lado del camino, acomodarme en la más absoluta pasividad, dejarme caer al abismo que supone andar por la vida como si la vida no fuese con una.
Al final, todo es una cuestión de valor. Valor para parar y valor para seguir. Valor para mirar atrás, afrontar y asimilar lo sucedido, valor para continuar a sabiendas de que nadie promete que lo venidero sea mejor. La calma sin brújula no se diferencia tanto del frenesí de emociones, a fin de cuentas en ambos casos acabas por ser consciente de que no eres tú quien lleva las riendas, y hacer un esfuerzo por dialogar con una misma y peguntarse qué es lo que verdaderamente queremos, hacia dónde vamos después de dar el salto es, de todos, el más grande acto de valentía.