Siento cierta melancolía cuando los trayectos acaban. Cuando el tren está llegando a su destino y la gente se empieza a levantar, o cuando reconoces la carretera que indica que el hogar está cerca, que el viaje ha terminado. En realidad, las idas o las vueltas me son indiferentes: de lo que verdaderamente disfruto es del camino que recorres hasta llegar al destino. Por eso, cuando se va acercando el fin, me invade una angustia que me recuerda que se acaba el tiempo, que ya no hay más, que ese viaje termina y no puedo hacer nada más.
Una vez, en un viaje en coche que tocaba su fin, la amiga que me acompañaba me dijo: “quedan tres minutos para llegar a casa, nos da tiempo a una canción”. Ahí, con ese comentario, entendí muchas cosas. Yo, que siempre le he tenido tanto miedo al tiempo de descuento, descubrí que en los tres últimos minutos da tiempo a una canción. Que, aunque estemos a punto de poner fin a esta historia, aún quedan tres minutos para exprimir. Tres minutos es una canción.
Mi obsesión con los finales es tal que, cada vez que voy a comprar un libro, tengo la manía de leer la última frase. Si no me gusta como acaba, no lo compro. Si su final no es de mi agrado, renuncio al viaje. Siendo honestas, ningún final es de mi agrado, por eso me invade ese malestar cuando diviso el destino, o cuando irremediablemente no queda más historia que leer.
«La vida no va tanto de girar el reloj de arena, sino de hacer que cada grano que cae dé un sentido a la montaña final»
Tenerle miedo al final es ser un poco injusta con la vida. Antes de esos tres minutos han precedido otros tantos de viaje; después de esos tres minutos, otro volverá a empezar. Hasta el fin de los finales es el principio de algo. Y de punta a punta, un viaje compuesto por la suma de muchos minutos, de muchas canciones. Porque en los tres minutos que quedaban para llegar a casa nos daba tiempo a una canción, porque antes de llegar a puerto queda mucha vida por exprimir.
Sin saberlo, mi amiga – como de costumbre – me dio la clave para darle un giro a mi mirada hacia el mundo. La vida no va tanto de girar el reloj de arena, sino de hacer que cada grano que cae dé un sentido a la montaña final. El punto de partida tiene la sorpresa, el viaje, la esperanza, y el destino, la ilusión. Y los tres minutos antes de bajar del coche, antes de salir del tren, antes del último adiós, tienen una canción.
Si algo tenemos que sacar de toda la situación que desde marzo de 2020 vivimos es que cada segundo de vida es un regalo. Rigoberta Bandini supo capturar la promesa que, en algún que otro momento, todos nos hicimos en aquellos meses en casa:
“No habrá en la Tierra un solo ser que menosprecie los abrazos
Ya no habrá dudas al prever que de esa fiesta no nos vamos
Ni de ninguna más
Jamás”
Cuando se paró la vida, pusimos a Dios por testigo de que, si salíamos de esta, jamás volveríamos a anteponer la negativa. Que abrazaríamos con todo el alma, que nos dejaríamos la piel en lo ordinario y lo extraordinario, que haríamos a la vida digna de llamarse vida. Cuando se paró la vida, prometí vivir cada día como si fuese el último, aunque eso suponga dejar entrar a la melancolía que inconscientemente nace en el preludio del fin.
Hoy vengo a hacer otra promesa: no voy a dejar que la manía absurda de poner el parche antes de que salga el grano me impida disfrutar de la fiesta. Prometo incluir en el viaje el punto de partida y el destino, y callar así a la voz que antes de llegar ya anuncia el final del trayecto. Prometo no volver a leer la última frase de los libros, ni preparar escudos para los imágenes alternativos con los que termino mis historias antes de empezarla. Y cuando en uno de estos viajes se divise el fin, porque el fin llegará, prometo llevar la fiesta a su punto álgido: en tres minutos nos da tiempo a otra canción.